domingo, 31 de marzo de 2019

C5 Apuntes: Los inicios de la literatura argentina (28/3)

"El Matadero": va a narrar el enfrentamiento político entre unitarios y federales. 

La literatura en argentina nace con Rosas o, mejor dicho, contra Rosas.

•1810 revolución de mayo: 1er gobierno patrio
•1816 Declaración de la independencia
Período de organización del país: luchas internas entre unitarios y federales
•1852: Batalla de Caseros, Rosas es derrotado
•1852: Constitución Nacional 

DÉCADA DE 1830
•Unitarios: un modelo centralizado, un único gobierno centralizado en Buenos Aires, legislación unificada para todo el país
•Federales: asociación entre provincias, gobierno provincial, gobierno nacional 
•Durante el segundo gobierno de Rosas: divisa roja federal obligatoria para todos, símbolo de acuerdo con Rosas 
Líder: Rosas/gobernador de la provincia de buenos Aires entre 1829/1832
2do periodo: 1835/1852

Vida y obra de Esteban Echeverría

Esteban Echeverría fue escritor, nació el 2 de septiembre de 1850 en Buenos Aires, en aquel momento capital del Virreinato del Río de la Plata. El padre era español y su madre, criolla.
Fue buen alumno en el estricto Colegio de Ciencias Morales hasta 1823. Estudió latín y filosofía por 2 años en la Universidad de Buenos Aires.
Viaja a París para completar sus estudios.
Regresó a Buenos Aires en 1830.
El gobierno de Rosas se caracterizó por la represión.
En 1837 participó del Salón Literario.
En 1838: Asociación de Mayo 
1846: publicó en Montevideo El dogma socialista.
"El matadero" fue escrito entre 1838 y 1840, pero estuvo inédito hasta 1871. 
Falleció en Montevideo en el año 1851

Apuntes a cargo de Azul Olivera

lunes, 25 de marzo de 2019

Exponer oralmente con Power Point

A continuación pueden ver el Power Point con el que trabajamos en clase. En la última diapositiva, recuerden que tienen la grilla de evaluación.

C4 Apuntes: Tips para exponer oralmente y armar Power Points (25/3)


Tips para una exposición oral
  • Mirar al público e interactuar con el público/alumnos
  • No leer el Power Point. Solo se usa como guía para el público
  • Expresarse con claridad
  • Ensayar la presentación previamente
  • No hablar rápido, ni lento 
  • Tener apuntes en la mano solo para las fechas y palabras clave
  • No pasar rápido las diapositivas
  • Presentar el tema (introducción) y decir qué tema va a hablar cada uno
  • Cerrar la presentación con una conclusión
  • Todos los integrantes deben saber todo sobre el tema
  • Mirar a todo el público, no solo al profesor/a
  • Hacer apuntes con palabras clave
  • Cada integrante debe exponer oralmente entre  5 – 10 min c/u .


Armado de PowerPoint
  • Incluir solo información principal (la más importante)
  • No copiar y pegar toda la información encontrada, ni tampoco todo lo que se va a decir oralmente
  • Primera diapositiva: 1° Caratula- 2° Titulo- 3° Nombre de cada integrante- 4° Imagen significativa
  • Títulos de libros se ponen entre comillas y se subrayan (Esto cuando es a mano) 
  • Títulos de libros se usa la letra itálica (Esto cuando es en computadora)
  • Numero de letra
  • Título: 44
  • Subtítulo: 32
  • Texto: 26
  • Si no te alcanza una diapositiva, usa otra más con el mismo subtítulo
  • No abusar de la negrita, ni mayúscula
  • Usar letra cuadrada, no con muchas curvas
  • No usar colores fuertes juntos
  • NO OLVIDAR QUE ESTO ES UN POWER POINT, NO UN WORD.
  • Siempre la bibliografía en la última diapositiva
  • Los autores siempre en orden alfabético, de apellido a nombre
  • Se ponen de la siguiente manera: Autor-Titulo-Ciudad-Editorial-Año
  • Y si son sitios de Internet, se ponen de la siguiente manera:
  • Autor- Titulo – Titulo del sitio – link del sitio web – (fecha de consulta)


 Esta es la forma en la que se evalúa una exposición oral:


Apuntes a cargo de Matías Jimenez

C3 Apuntes: ¿Cómo armar una exposición oral? (21/3)


Vimos 3 videos

1er video:
  • Características negativas de la primera presentación oral: habla muy rápido, no hay visualización con el público y habla viendo la pantalla constantemente.
  • Características positivas de la primera presentación oral: habló fuerte, claro y demostró seguridad.


2do video:
  • Características negativas del segundo video: no se entiende cuando habla, habla rápido en toda la presentación, leyó la hoja y no supo aprovechar las diapositivas y el Power Point obviamente.
  • Características positivas del segundo video: miró al público y no leyó el Power Point


3er video:
  • Características negativas del tercer video: leyó toda la presentación. Hubo muy mala organización, la primera diapositiva la pasó rápido, no hubo aprovechamiento. Ella no agregó mucha información al Power Point.


Pautas generales para armar una buena exposición oral
  • Prohibido leer el texto completo a presentar o el Power Point
  • Está permitido tener una hoja con palabras claves y/o fechas


Pasos a seguir:
  • Elegir un tema
  • Buscar información correcta
  • Hacer una guía
  • Escribirlo
  • Armar un Power Point

Dato importante: usar diferentes fuentes –  Usar fuentes confiables. Taringa, Yahoo, Rincón del vago no son fuentes confiables

Apuntes a cargo de Johana Molina

viernes, 22 de marzo de 2019

Autores/as y grupos para exposiciones orales

A continuación pueden encontrar los títulos de los textos y los nombres autores/as que leeremos este año. En la última diapositiva están los grupos que tendrán a cargo la exposición oral de cada autor/a.


jueves, 21 de marzo de 2019

Consigna para exposición oral sobre Esteban Echeverría

Integrantes del grupo a cargo: Josué Cayo, José Maldonado Reyes, Maximiliano Mendez

Fecha de la clase: Jueves 27/3


Consigna:

Deberán presentar ante sus compañeros a Esteban Echeverría, concentrándose por un lado en su biografía y obra y por otro lado en la Generación del ’37 y el Salón Literario. Para esto, deberán investigar y leer sobre estos tres aspectos.

Su exposición oral deberá responder preguntas como: ¿Cuáles fueron los hechos significativos en la vida de Echeverría? ¿Por qué se lo conoce? ¿Qué textos u obras escribió? ¿De qué tratan? ¿Qué fue la Generación del ’37? ¿Cuál fue la importancia de Echeverría dentro de este grupo? ¿Qué fue el Romanticismo? ¿Cómo se introdujo en Argentina?


Para investigar la vida y obra de Echeverría, se sugiere leer la breve biografía disponible en la guía de la unidad 1. También pueden consultar material de biblioteca y/o sitios de Internet que les parezcan confiables. A continuación, algunos videos útiles:







Para facilitar la exposición oral, deberán utilizar una presentación de Power Point que deberán traer en un pen drive. Incluyan imágenes significativas (por ejemplo: retratos de Echeverría, retratos de los miembros de la generación del ’37, etc.)

Todos los integrantes del grupo deberán conocer todos los temas, pero para dar la clase podrán dividir los contenidos. Una vez que den la clase, deberán enviar la presentación de Power Point a literatura.guardia@gmail.com para poder compartir el material con todo el curso.

miércoles, 20 de marzo de 2019

C2 Apuntes: Textos literarios y no literarios + Programa (18/3)


  • Revisamos lo que quedó del ejercicio de la clase pasada en grupo.

-Textos no literarios: noticia, texto sobre historia, crítica de espectáculos y receta de cocina.

-Textos literarios: obra de teatro (género dramático), novela (género narrativo), poema (género lírico).

Hay textos literarios que no son ficción porque cuentan una historia real.

Muchas veces se pueden entrecruzar los tres géneros (G.D, G.N, G.L), por ejemplo en una antología, pero es realizada por alguien que sabe y es por separado, no pueden estar los tres géneros mezclados.

  • Luego vamos a leer obras de distintos autores para luego hacer la primera exposición oral sobre la biografía del autor. Vamos a trabajar “Identidades, grietas y otredades en la literatura argentina”, va a ser nuestro eje durante todo el año.

Vamos a ver los diferentes momentos de la literatura concentrándonos en algunos períodos:
A)   Orígenes de la literatura (siglo XIX)
B)   Gran Inmigración      
C)   Peronismo
D)   Retorno a la democracia... y después


Autores:
  • Esteban Echeverría (1805-1851) “El Matadero”
  • Juana Manuela Gorriti (1818-1892) “La hija del mazorquero”
  • José Hernández (1834-1886) “Martin Fierro”
  • Armando Discépolo (1887-1971) “Babilonia”
  • Roberto Arlt (1900-1942) “Aguafuertes Porteñas”
  • Julio Cortázar (1914-1984) “Casa Tomada”
  • Germán Rozenmancher (1936-1971) “Cabecita Negra”
  • Rodolfo Walsh (1927-1977) “Operación Masacre”
  • Selva Almada (1973) “Chicas Muertas”
Apuntes a cargo de Yazmín Vasilatos



C1 Apuntes: Textos literarios y no literarios (14/3)

Consigna para trabajar en grupos:

Leer el texto asignado. A modo de adivinanza, describir el texto mediante siete u ocho pistas que le permita al resto adivinar qué leyeron.

Puesta en común:


La Isla Desierta

Es una obra literaria que comienza con una introducción.  Es un texto donde los personajes principales son los empleados, Manuel y María. La acción y los acontecimientos ocurren en una oficina, ubicada en el centro de un décimo piso. Además, los empleados se sienten incómodos, debido a que allí cerca había buques que generaban muchos ruidos, los cuales eran bastantes molestos.

Es importante que el texto, además de ser una obra de teatro, pertenezca al género literario.

"Salvajes unitarios"

Para hablar de con propiedad de la indudable dureza de Rosas, que se tradujo en algunos periodos de su gobierno en el uso del terror contra sus opositores, se hace imprescindible recordar que el golpe con el que Lavalle derroco a Dorrego en diciembre de 1828 abrió una etapa de barbarie hasta entonces desconocida por estas tierras. No se trata de instalar una teoría de los dos demonios entre unitarios y federales, sino de contextualizar los niveles de violencia usados a su turno por ambos bandos y señalar que solo se suele recordar, sospechosamente, la violencia y los métodos represivos ejercidos por Rosas.

A comienzos de 1829, los asesinos de Dorrego, es decir, Lavalle y sus asesores rivadavianos, inventaron un sistema represivo al que llamaron “de las clasificaciones”. El método consistía en armar un prolijo registro de todos los adversarios conocidos y ejecutarlos o desterrarlos.


El nivel de persecución a la oposición federal fue tal, que muchos decidieron tomar la decisión de irse del país.

Este texto no es literario, está basado en un período de la historia argentina, más precisamente la guerra entre unitarios y federales ocurrida en gran parte en la primera mitad del siglo XIX.

“Murió el escritor Ricardo Piglia”

Ricardo Piglia fue unos de los grandes escritores argentinos, marcado por su clara ideología política de izquierda.

Nacido en Adrogué en 1940, estudió historia porque decía que la carrera de letras le podía sacar el amor por la literatura. Sin embargo, con el tiempo, llegó a la Universidad de Letras como profesor y dictó algunos cursos míticos en los años de la vuelta de la democracia. También enseñó Literatura Latinoamericana en Princeton (EE.UU).

Entre los muchos premios que se le concedieron, cabe destacar el Romulo Gallegos, el Formentor y el Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas. Su obra está traducida a más de quince lenguas y fue llevada al cine. 

Este texto es una noticia que no pertenece al género literario.


Apuntes a cargo de Juan Gonzalez Chumbe

miércoles, 13 de marzo de 2019

"La hija del mazorquero", de Juana Manuela Gorriti


La hija del mazorquero
(Leyenda histórica)

Juana Manuela Gorriti 


I

Roque Almanegra era el terror de Buenos Aires. Verdugo por excelencia entre una asociación de verdugos llamada Mazorca y consagrado en cuerpo y alma al tremendo fundador de aquella terrible hermandad; contaba las horas por el número de sus crímenes y su brazo, perpetuamente armado del puñal, jamás se bajaba sino para herir. Su huella era un reguero de sangre y había huido de él hacía tanto tiempo la piedad, que su corazón no conservaba de esta ningún recuerdo, y los gemidos del huérfano, de la esposa y de la madre, lo encontraban tan insensible como la fría hoja de acero que hundía en el pecho de sus víctimas. Cada semejanza con la humanidad había desaparecido de la fisonomía de aquel hombre y su lenguaje, expresión fiel del nombre que sus delitos le habían dado, era una mezcla de ferocidad y de blasfemia que hacía palidecer de espanto a todos aquellos que tenían la desgracia de acercársele.
Sin embargo, entre aquel horrible vocabulario de crueldades y de impiedad, como una flor nacida en el cieno, había una palabra de bendición que Roque pronunciaba siempre.
–Clemencia –decía aquel hombre de sangre cuando, fatigado con los crímenes de la noche, entraba a su casa al amanecer.
Y a este nombre, que sonaba como un sarcasmo en los labios del asesino, una voz tan dulce y melodiosa que parecía venir de los celestes coros, respondía con ternura:
–¡Padre! –y una figura de ángel, una joven de dieciséis años, con grandes ojos azules y ceñida de una aureola de rizos blondos, salía al encuentro del mazorquero y lo abrazaba con dolorosa efusión. Era su hija.
Roque la amaba como el tigre ama a sus cachorros, con un amor feroz. Por ella hubiera llevado el hierro y el fuego a los extremos del mundo; por ella hubiera vertido su propia sangre; pero no le habría sacrificado ni una sola gota de su venganza, ni uno solo de sus instintos homicidas.
Clemencia vivía solo en el maldecido hogar del mazorquero. Su madre había muerto hacía mucho tiempo víctima de una dolencia desconocida.
Clemencia la vio languidecer y extinguirse lentamente en una larga agonía, sin que sus tiernos cuidados pudieran volverla a la vida, ni sus ruegos y lágrimas arrancar de su corazón el fatal secreto que la llevaba a la tumba. Pero, cuando su madre murió, cuando la vio desaparecer bajo la negra cubierta del ataúd y que, espantada del inmenso vacío que se había hecho en torno suyo, fue a arrojarse en los brazos de su padre, los vio manchados de sangre y la luz de una horrible revelación alumbró de repente el espíritu de Clemencia. Tendió una mirada al pasado y trajo a la memoria escenas misteriosas entonces para ella y que ahora se le presentaban claras, distintas, horribles. Recordó las maldiciones dirigidas a Roque el Mazorquero, que tantas veces habían herido sus oídos y que ella, en su amor, en su veneración por su padre, estaba tan distante de pensar que caían sobre él. Ella, que hasta entonces había vivido en un mundo de amor y de piedad, hallose un día en otro de crímenes y de horror. La verdad toda entera se mostró a sus ojos y, comparando con su propio dolor, el dolor que su madre había devorado en silencio, comprendió por qué había preferido a la vida la eternidad y al lecho conyugal, la fría almohada del sepulcro. Pero en el dolor de Clemencia no se mezcló ningún sentimiento de amargura. El alma de aquella hermosa niña se parecía a su nombre: era toda dulzura y misericordia. Su fatal descubrimiento en nada disminuyó la ternura que profesaba a su padre. Al contrario, Clemencia lo amó más, porque lo amó con una compasión profunda; y viéndolo marchar solo con sus crímenes en un sendero regado con sangre, llevando el odio bajo sus pies y la venganza sobre su cabeza, lejos de envidiar el reposo eterno de su madre, Clemencia deseó vivir para acompañar al desdichado, como un ángel guardián en aquella vía de iniquidad, y, si no le era posible apartarlo de ella, ofrecer al menos por él a Dios una vida de dolor y expiación.
Clemencia rechazó con horror el lujo que la rodeaba, porque en él vio el precio del crimen y, olvidando que era joven, olvidando que era bella y que en el mundo hay goces celestes para la juventud y la belleza, ocultó su esbelto talle y sus deliciosas formas bajo una larga túnica blanca, cubrió sus sedosos rizos de su espléndida cabellera con un tupido velo, acalló los latidos con que su corazón le pedía amor y se consagró toda entera al alivio de los desgraciados. Sobreponiéndose al profundo horror de su alma, hojeó esas sangrientas listas en que su padre consignaba el nombre de sus víctimas y, guiada por estos fúnebres datos, corría a buscar para dotarlos a los huérfanos y viudas que el puñal de aquel había dejado sin amparo en el mundo. Empleó para socorrerlos los talentos adquiridos en la esmerada educación que había recibido de su madre: dio lecciones de música y de pintura y consagró sus horas a un constante trabajo. La pobre niña, llena de lúgubres pensamientos y con el corazón destrozado de dolor, tocaba alegres polcas que sus discípulos danzaban alegres y felices; y en la pavorosa soledad de sus noches, ella, que había dicho un eterno adiós a todas las dichas de la vida, se ocupaba en bordar vaporosos ramilletes en el velo de una desposada o en la transparente y coqueta falda de un vestido de baile, sin que la desanimaran las ideas dolorosas que esos accesorios de una felicidad a que ella no podía ya aspirar, despertaban en su alma, y con el precio de los trabajos tan llenos de emociones, corría a derramar el consuelo y la paz en el hogar de aquellos a quienes había sacrificado el hacha de su padre. Como una tierna madre acariciaba e instruía a los niños, velaba a los enfermos con la ardiente solicitud de una hermana de caridad y auxiliaba a los moribundos con una elocuencia llena de unción y piedad.
Enteramente olvidada de sí misma, Clemencia parecía vivir solo en la vida de los otros. Y sin embargo el mundo le sonreía a lo lejos, le abría los brazos y le mostraba sus goces. Frecuentemente, en sus piadosas correrías, Clemencia oía tras de sí voces apasionadas que exclamaban:
–¡Cuán bella es! ¡Dichoso, mil veces dichoso aquel que merezca una mirada de esos ojos!
Pero aquellas palabras de galantería y amor, en medio del sepulcral silencio de la ciudad desolada, escandalizaban los oídos de Clemencia como cantos profanos entre las tumbas de un cementerio y, ocultando el rostro entre los pliegues de su velo, se apartaba con el corazón oprimido de tristeza y disgusto.

II
Un día al anochecer, Clemencia vio entrar en su casa y dirigirse al cuarto de su padre a algunos hombres de fisonomía patibularia, envueltos en largos ponchos bajo cuyos pliegues se veían brillar los mangos de sus puñales. Clemencia previo algo funesto en la presencia de aquellos hombres y, después de haber vacilado algunos instantes, corrió a aplicar el oído a la cerradura de una puerta que se abría sobre la habitación de su padre.
Roque, de pie cerca de una mesa, tenía en la mano algunos papeles y hablaba en voz alta a su auditorio.
–Sí, amigos míos –decía–, ¡guerra a muerte a los unitarios!, ¡guerra a muerte a esos malvados! ¿Vosotros creéis hacer mucho? Pues sabed que os engañáis. Leed, si no, la lista de nuestras ejecuciones de este mes y cotejadla con las delaciones que hemos recibido hoy solamente. Leed y veréis que aún queda una inmensa obra del cuchillo de la Mazorca, cuando comparéis el número de los que han caído con el de aquellos que caerán… ¡que caerán sí, aunque se escondan bajo el mando de María!
–¡Reina del cielo! –murmuró Clemencia juntando las manos con angustia y volviéndose hacia la imagen de la Virgen, su única compañera en aquella morada solitaria–. Si esa blasfemia ha llegado al pie de vuestro divino trono, no la escuchéis, ¡madre buena!, desechadla con indulgencia y alumbrad con una sonrisa de compasión al desdichado que camina en las tinieblas.
Al pronunciar estas últimas palabras, Clemencia volvió a oír la voz de su padre que leía:
–A las nueve de esta noche un hombre embozado se detendrá al pie del obelisco de la plaza de la Victoria y dará tres silbidos. Ese hombre es Manuel de Pueyrredón, el incorregible conspirador unitario, amigo de Lavalle y emigrado de Montevideo. La señal es dirigida a la hija de un federal que, unida a él secretamente y convertida en su auxiliar más poderoso, le entrega los secretos de su padre e, instruida por esa señal del regreso del conspirador, irá a reunírsele para secundar sin duda el infame plan que lo trae a Buenos Aires. ¿Lo oís, camaradas? ¡Y aún están nuestros puñales en el cinto! –exclamó Roque con una ira feroz.
–¡Muera Manuel de Pueyrredón! –gritaron los asesinos desenvainando sus largos puñales.
Clemencia dirigió una mirada por la cerradura a la péndula que estaba enfrente de su padre y se estremeció.
La aguja marcaba las ocho y cincuenta y cinco.
–¡Cinco minutos para salvar la vida a un hombre! ¡Cinco minutos para preservar a mi padre de un crimen más! ¡Oh! Díos mío, alarga este corto espacio y presta alas a mis pies.
Y, envolviéndose en su largo velo blanco, salió de su casa corriendo, no sin volver muchas veces la cabeza por temor de que los asesinos se le adelantaran, inutilizando el deseo de salvar al desgraciado que, sin saberlo, se encaminaba a la muerte.
Al llegar al ángulo que forma la calle de la Victoria con la del Colegio, Clemencia divisó un bulto negro que, cortando diagonalmente la plaza, se dirigía al obelisco.
–¡Es él! –murmuró con voz temblorosa y, corriendo en pos suya, alcanzole en el momento que tocaba ya la verja de hierro.
Muchos paseantes vagaban en aquel sitio halagados por la brisa de la noche e impedían a Clemencia hablar con el desconocido.
Entonces, él se volvió con impetuosidad y, acercándose a Clemencia:
–¡Emilia! ¡Emilia mía! –exclamó ciñendo apaciblemente el cuerpo de la joven con uno de sus brazos, sin que ella pudiera impedirlo por temor de llamar sobre ellos la atención.
Obligada así a callar, Clemencia, al través de su velo, contempló al desconocido, cuyo rostro estaba iluminado en aquel momento por los rayos de la luna. Era un hombre joven y bello como jamás Clemencia había visto otro, ni aun en sus poéticos ensueños de dieciséis años. Era alto y esbelto. En todos sus movimientos revelábase esa elegancia fácil, casi descuidada, que solo dan el uso del mundo y un nacimiento distinguido. La mirada, a la vez profunda y lánguida de sus hermosos ojos, tenía un poder irresistible de atracción que, aliándose a la mágica armonía de su voz, hacía de aquel hombre uno de esos seres que, una vez vistos, no pueden olvidarse jamás y que dejan en nuestra vida una huella imborrable de felicidad o de dolor.
Y el desconocido, bajo el poder de su engaño, repetía al oído de Clemencia:
–Emilia, heme aquí, amada mía, no como un conspirador, a envolverte de nuevo en la ruina de mis quiméricas esperanzas, sino como esposo apasionado a arrebatarte de los brazos de tu padre y llevarte en los míos, lejos, muy lejos, al fondo de los desiertos, a algún paraje desconocido que tu amor convertirá para mí en un delicioso Edén. Ven, Emilia mía, abandonemos esta patria fatal. Dios la ha maldecido y nuestros esfuerzos y sacrificios para salvarla son vanos… ¡oh! –continuó el proscrito con voz ahogada y estrechando aun más a Clemencia contra su pecho–, lo ves, Emilia: esta idea despedaza mi corazón… Pero aquí estás tú para calmar sus dolores y llenarlo de alegría… ¿Y nuestro hijo? ¡Qué bello será! ¡Cuánto habrás sufrido separarte de él en la cruel necesidad de ocultar su existencia…!
En aquel momento llegaban a un paraje solitario de la plaza. Clemencia tendió una mirada en torno suyo y, separándose precipitadamente de los brazos del desconocido, alzó el velo para hacerle conocer su error.
–¡Cielos! –exclamó él–, ¡no es Emilia!
–No, señor; pero si vos os llamáis Manuel de Pueyrredón, huid de este sitio funesto donde cada segundo es para vos un paso hacia la muerte… ¿No lo veis? –continuó ella con terror, señalando un grupo negro al otro extremo de la plaza–. Son ellos, son los puñales sangrientos de la Mazorca que os acechan… Huid en nombre del cielo, por vuestra esposa, por vuestro hijo. Id con ellos lejos de este antro de fieras a realizar ese hermoso sueño de dicha que halaga vuestra mente… Huid, huid –repitió, señalando al proscrito una calle sombría y alejándose ella por otra.

III

Al entrar en su casa, Clemencia fue a postrarse a los pies de la Virgen y, ocultando su rostro bajo el velo de la sagrada imagen, lloró largo tiempo, murmurando entre sollozos palabras misteriosas: quizá algún dulce y doloroso secreto que ella había querido ocultarse a sí misma y que solo osaba confiar a aquella que guarda las llaves del corazón de las vírgenes.
Desde ese día, el hechicero y melancólico rostro de Clemencia palideció más todavía, revistiéndose de una tristeza profunda. ¡Quién sabe qué halagüeña visión cruzó por su mente con las palabras apasionadas de ese hombre! ¡Quién sabe qué sentimiento hizo nacer su vista en aquel corazón joven y solitario!
Algunas veces, con la mirada perdida en el vacío, sonría dulcemente; pero luego, como asaltada por un amargo recuerdo, movía la cabeza en ademán de dolorosa resignación, murmurando en voz baja:
“Hija de la desgracia, heredera del castigo celeste, víctima expiatoria, piensa en tu voto; acuérdate que tu reino no es de este mundo”.
Y, sumida de nuevo en su mortal tristeza, consagrábase con mayor ardor a la misión de piedad que se había impuesto.
–Clemencia –dijo a su hija un día el mazorquero–, ¿por qué te hallo cada vez más triste y meditabunda?, ¿quién se atreve a causarte pesadumbre? Nómbralo, por vida mía y muy luego podrás añadir: ¡Desdichado de él!
–¡Nadie!, ¡padre… nadie! –respondió esta estremeciéndose y levantó instintivamente la mano al corazón, como si hubiese temido que su padre leyera allí algún secreto.
–No…, tú me engañas… Hace tiempo que advierto lágrimas hasta en tu voz cuando vienes a abrazarme.
–Padre… –replicó la joven, interrumpiéndolo y fijando en los sangrientos ojos del asesino los suyos azules y piadosos–, ¿no lo adivinas? Cuando, después de una noche de vigilia y ansiedad te veo llegar al fin y salgo a abrazarte, pienso con profundo dolor que los hijos de esos desdichados que diariamente siega el hacha de tu bando no podrán gozar ya de esa felicidad que Dios me concede a mí todavía. ¡Oh, padre!, ¿no es este un gran motivo de tristeza y de lágrimas? ¿En medio de esas sangrientas escenas no has llevado alguna vez la mano al corazón y te has preguntado qué harías tú mismo si vieras una mano armada de puñal bajarse sobre tu hija y degollarla…?
–¡Calla…!, ¡calla, Clemencia…! –gritó el bandido–; ¿qué haría? El infierno mismo no tiene una rabia semejante a la que entonces movería el brazo de Roque para vengarte… ¡Pero tú estás loca, niña! ¿No sabes que los salvajes unitarios no tienen corazón como nosotros, que amamos y aborrecemos con igual violencia…?
–¡Padre, tú sabes que eso no es cierto! ¿Qué dicen, pues, los gritos desgarradores de las madres, los gemidos de esas esposas y el triste llanto de esos huérfanos que a todas horas oigo elevarse al cielo contra nosotros? ¿No te dicen que las fibras rotas por tu puñal en el fondo de sus almas son tan sensibles como las nuestras?
–¡Calla! –repitió–, ¡calla, Clemencia! Tienes una voz tan insinuante y persuasiva que me lo harías creer; y entonces ¿qué pensaría el general Rosas de su servidor? ¡Cómo se burlarían Salomón y Cuitiño de su compañero! No… ¡vete!, no quiero escucharte, hoy sobre todo que Manuel de Pueyrredón, ese bandido unitario a quien he jurado degollar, vaga entre nosotros invisiblemente y como protegido por un poder sobrenatural. ¡Oh! Pero en vano me inquieto… ¿qué locura! Este corazón está lleno de odio y ya no cabría en él la piedad… Escucha si no esta historia:
“Hace algunos meses entré a oír misa a la iglesia del Socorro…
–¡Padre! ¡Osasteis entrar en el templo de Dios con las manos manchadas!
–¿De sangre? Sí, por cierto, ¿por qué no, si es sangre de unitarios, esos enemigos de Dios? Entré, como decía, en la iglesia del Socorro. Apenas había comenzado la misa, un hombre a cuyo lado me había arrodillado volviose de repente y, habiéndome contemplado un segundo para reconocerme, paseó sobre mí una mirada de desprecio y, apartándose con insolente repugnancia, fue a colocarse muy lejos de aquel sitio. Aquella acción me denunció un unitario. El miserable había reconocido a Roque, pero ignoraba lo que era la venganza de Roque.
Mis ojos no se apartaron de él durante la misa y, al salir de la iglesia, lo vi entrar al frente de una casa pequeña, casi arruinada.
En la noche de ese día, mientras aquel hombre, olvidado del agravio que me había hecho y con dos niños en los brazos, estaba tranquilamente al lado de su mujer, ocupada en bordar el ajuar para el tercer hijo que iba a nacer, yo guié a su casa la Mazorca y, entre los brazos de su esposa y de sus hijos, hundí mil veces mi puñal en su corazón, salpicando los pañales del que aún no había visto la luz.
–¡Clemencia! ¡Clemencia!, ¿qué tienes?
Es asesino alargó el brazo para sostener a su hija que, vacilante y trémula, lo rechazó con mal disimulado horror.
–Por algún tiempo –continuó él–, creí que sería eso que llaman remordimiento el recuerdo imborrable que aquella escena de sangre, de gritos y de lágrimas dejó en mi imaginación; pero, ¡ah!, era solo el contento de una venganza satisfecha. El día en que Roque reconociera la compasión o el remordimiento, la hoja de esta arma se empañaría y… mira cómo resplandece… –dijo el bandido, haciendo brillar su ancho puñal a los ojos de su hija.
Y, ocultándolo enseguida entre la faja de su chiripá, se alejó, sin duda para volver a su horrible tarea.
Clemencia se sintió anonadada bajo el peso de las espantosas palabras que había escuchado. Débil, quebrantada, exánime, fue a caer a los pies de su divina protectora, elevando hacia ella las manos en angustiosa plegaria.
A medida que oraba, las esperanzas y la fe descendían a su corazón y, cuando se levantó, su frente volvió a iluminarse con la serenidad de la resignación.
–Nunca es tarde para tu infinita misericordia, Dios mío –dijo ella, alzando al cielo su mirada–. La hora del arrepentimiento no ha llegado todavía; pero ella sonará.
En seguida visitó el tesoro que guardaba para los desgraciados; tomó consigo una cesta de provisiones y un bolsillo de oro y, a favor de las sombras de la noche, fue a buscar aquella casa de que había hablado su padre.
Reconoció en la huella del hacha de los bandidos que, rompiendo el postigo, la habían dejado abierta. Clemencia iba a pasar el umbral de una habitación desnuda y miserable cuando, oyendo una voz que hablaba adentro, se detuvo y contempló el cuadro que se ofrecía a su vista.
En un rincón del cuarto, sobre un lecho pobre y desabrigado, yacía una mujer joven, pero pálida y enflaquecida, con un recién nacido entre sus brazos. Más lejos, un niño de seis años y otro de cuatro estaban sentados bajo las mantas de una camita suspendida en forma de cuna por cuatro cuerdas reunidas y pendientes de una viga del techo.
La luz opaca de una vela que ardía en el suelo daba a aquella morada un aspecto lúgubre que, unido al recuerdo de la espantosa escena ocurrida allí, despedazó de dolor el alma de Clemencia.
–Mamá –decía con voz lamentable el menor de los niños–, tengo hambre. ¿Qué has hecho del pan que comimos ayer?
La madre exhaló un profundo gemido al mismo tiempo que el otro niño respondió con acento grave y resignado:
–Lo comimos, Enrique. Lo comimos, y mamá no tiene dinero para comprar otro, porque está enferma y no puede trabaja. No la atormentes y durmamos como el pobre angelito que ayer cayó del cielo entre nosotros.
–¡Ay!, ¡él tiene el pecho de mi mamá y yo tengo hambre… tengo hambre! –replicaba Enrique llorando.
–¡Dios mío! –exclamó la madre entre sollozos–, si en la sabiduría de tus designios quisiste que el hacha homicida abatiera el árbol más robusto, yo adoro tu voluntad y me resigno; pero ten piedad de estas tiernas flores que comienzan a abrirse a los rayos de tu sol. ¡Señor!, tú que alimentas las avecillas del aire, los gusanos de la tierra y que oyes llorar de hambre a mis hijos, ¿no enviarás en su socorro uno de los millares de ángeles que habitan tu cielo…? ¡Ah, helo aquí! –murmuró viendo a Clemencia que, arrodillada ante la cama de los niños, les presentaba las provisiones que había traído.
La madre juntó las manos y contempló con religiosa admiración a aquella bellísima joven, cuyo blanco velo plegado como una aureola en torno a su frente parecía iluminar las tinieblas que la rodeaban y que, inclinada sobre sus hijos como el genio de la misericordia, los cubría con una mirada de ternura y dolor. La pobre mujer la creía un ángel descendido a su ruego e, inmóvil, temía que un ademán, que un soplo, desvanecieran la divina visión, restituyéndola a la horrible realidad. Y cuando Clemencia se acercó a su lecho, la sencilla hija del pueblo alargó ansiosamente la mano para tocar las suyas y convencerse de que no era una aparición sobrehumana.
–¡Oh, tú, que has venido a derramar el consuelo esta morada de dolor! –exclamó abrazando las rodillas de la joven–, ¿quién eres, criatura angelical?
–Soy un ser desventurado como vosotros y vengo a buscar a mis compañeros de dolor. Vengo a deciros: Madre cristiana, confiad en aquel que enjuga toda lágrima y acalla todo gemido. Él vela sobre todo lo alto de su cielo y puede hacer de la más débil criatura un instrumento de su misericordia. ¿Habéis quedado sola y desamparada? Yo estaré cerca de vos y seréis mi hermana querida. ¿Vuestros hijos necesitan un protector? Yo lo seré. ¿Os halláis falta de todo? He aquí oro para que lo procuréis.
–¡Ah, sois una santa!... –dijo la viuda, inclinándose devotamente–, bendecid a mi hijo y dadle un nombre, porque todavía no está bautizado.
Y puso al recién nacido en los brazos de Clemencia.
–Llamadle Manuel –dijo ella en voz baja, y al pronunciar este nombre la pálida frente de la virgen se ruborizó y sus ojos brillaron con extraño fulgor.
–Manuel –continuó besando al niño con timidez–, yo seré para ti una nodriza solícita y apasionada. Tu madre no tendrá celos, pues para ella serán todas tus caricias; para mí, solo la dicha de poder decir cada día: ¡Manuel, yo te amo!
–¡Ay de mí! –exclamó la pobre madre, cubriendo sus ojos con la mano de Clemencia y sollozando profundamente–. Bien pronto lo seréis todo para él. Mi esposo me llama desde la eternidad. El puñal del asesino no ha podido romper el lazo que unía nuestras almas, y la mía se va, aunque a pesar suyo y gimiendo amargamente por estas otras almas que se quedan penando en la tierra.
Y la infeliz señalaba a los niños con ademán desesperado.
Clemencia la escuchaba con terror. La hija del asesino pensó estremecida de espanto en los crímenes de su padre, cuya imagen nunca se le había presentado tan horrible. Pero, sobreponiéndose a las lúgubres ideas que la abrumaban, llamó a la madre al cumplimiento de su deber en la tierra y a la cristiana resignación en la voluntad del cielo.
–Madre mía –dijo el mayor de los niños cuando quedaron solos–, ¿cuál de los ángeles del Señor es este que ha venido a visitarnos? ¡Qué hermosos son sus largos cabellos rizados como los de Nuestra Señora del Socorro!
–Y sus ojos, mamá –replicó el más pequeño–, sus ojos azules como el cielo y sus pestañas, ¿no es cierto que se parecen a los rayos de esa estrella que nos está mirando por la ventana?
–Sí, hijos míos –dijo la viuda sonriendo tristemente a los niños–, es un bello ángel que Dios tiene en la tierra para consolar a los infelices.
–¡Ah, es un ángel de la tierra; por eso está tan triste! Yo la he visto llorar cuando arreglaba nuestra cama.
–¿Cuál es el nombre de ese ángel, madre mía?
–Cualquiera que sea, bendigámoslo, hijos míos, y pidamos a Dios que enjugue sus lágrimas como ha enjugado las nuestras –dijo la viuda, haciendo arrodillar a los niños para la oración de la noche.

V
Clemencia, entre tanto, se alejaba con lentos y vacilantes pasos. La expresión de su semblante revelaba un profundo desconsuelo. Pensaba en la omnipotencia del mal y en la omnipotencia del bien. Un solo golpe de puñal había bastado a su padre para abrir el insondable abismo de infortunio que acababa de contemplar, y ella, con toda una vida de sacrificios y abnegación, ¿qué había alcanzado? Aliviar el hambre y la desnudez; curar dolores materiales: para los del alma nada había hallado sino lágrimas. Y a esta idea Clemencia se sintió abrumada por un inmenso desaliento. Pero como siempre que temía que su fe vacilara, la virgen elevó su pensamiento a Dios, pidiéndole algún grande sacrificio que le revelase el secreto de hacer descender la felicidad donde reinaba el dolor.
Un nombre pronunciado muchas veces con acento feroz despertó bruscamente a Clemencia de su triste meditación. Miró en torno suyo y se encontró entre un grupo de hombres cuyo aspecto siniestro llamó su atención. Embozándose en largos ponchos y, armados todos de puñales, guardaban cuidadosamente una puerta. La hija del mazorquero los reconoció. Aquellos hombres eran los compañeros de su padre; aquella casa era la Intendencia, el sitio consagrado a las ejecuciones secretas, el in pace donde los unitarios entraban para no salir jamás y en cuyas bóvedas el dedo del terror había grabado para ellos la lúgubre impresión del Dante.
Mientras Clemencia, trémula y palpitante de ansiedad, procuraba, oculta detrás de una columna, escuchar lo que hablaban aquellos hombres, un jinete montado en un caballo negro y cuya espada de largos tiros chocaba ruidosamente contra el encuentro de la lanza que empuñaba, detuvo con una sofrenada y una maldición la fogosa carrera de su corcel y, acercándose al grupo que custodiaba la puerta:
–Teniente Corbalán –gritó con voz ronca y débil–, toma veinte hombres y ronda el Bajo, mientras yo hago una batida en Barracas. ¡Por las garras del diablo! Consiento en dejar de ser quien soy si el sol de mañana no encuentra la cabeza de Manuel de Peyrredón clavada en esta lanza.
Y, hundiendo las espuelas en los flancos de su caballo, se alejó como un sombrío torbellino.
Clemencia, pálida y helada de espanto, cayó sobre sus rodillas. El hombre que acababa de hacer ese horrible juramento era su padre.
–Corbalán –dijo uno de aquellos bandidos–, llévame contigo… Quiero matar hombres y no guardar mujeres.
–Si Almanegra te hubiera entregado la que está en el calabozo de las Tres Cruces, no te habría pesado guardarla para ti –dijo riendo atrozmente otro de ellos.
–¡Ah, viejo tigre; sorprender a la hermosa que esperaba a su galán, atarla como un cordero al arzón de la silla, traerla bajo el poncho a la Intendencia, encerrarla en el calabozo de las Tres Cruces, donde hay más de cincuenta sepulturas…! ¿Qué pensará hacer de ella?
–¡Poca cosa! Matarla en lugar de su marido y matarla con él si logra atraparlo.
Clemencia no escuchó más. Alzose fuerte y resuelta; acercose acon entereza al jefe de los bandidos y, dando a sus ojos la negra mirada de su padre, levantó el velo y le dijo con voz imperiosa:
–Teniente Corbalán, ¿me conocéis?
–¡La hija del comandante! –exclamó el mazorquero, descubriéndose.
Los bandidos se apartaron respetuosamente y la joven, sin dignarse añadir palabra, pasó el umbral y se internó en las sombras del fatídico edificio.
En la obscuridad del lóbrego portal que daba entrada al patio de los calabozos, Clemencia divisó un hombre de pie, inmóvil y apoyado en una alabarda. Vestía el uniforme de gendarme y ella le creyó un centinela; pero al acercarse a él se estremeció.
La joven no tuvo para reconocerlo necesidad de ver su rostro que cubría la ancha manga de una gorra de cuartel.
–¡Desventurado! –murmuró Clemencia al oído de aquel hombre y estrechando su brazo con terror–. ¿Qué hacéis aquí? ¿No habéis oído?
–Sí –respondió él cerrándole el paso–. Soy aquel que los asesinos buscan con feroz afán. Sus puñales están sobre mi cabeza, pero yo he venido a salvar a mi amada o a perecer con ella. Mirad –continuó hiriendo con el pie un objeto sin forma que yacía en la tierra–, he matado a un centinela y, armado con sus despojos, velo aqueó para tender a mis pies al primero que atraviese el dintel de esa puerta.
–¡Manuel Pueyrredón! –dijo Clemencia descubriendo su bello rostro y posando en los ojos del proscrito una mirada inefable–, ¿os acordáis?
–¡Ella…! –exclamó el unitario–, ¡el ángel que me salvó!...
–¿Tenéis confianza en mí? ¿Me abandonaréis el cuidado de salvar a aquella que buscabáis?
–¡Ah! –respondió él con un trasnporte que Clemencia reprimió asustada–, por esas solas palabras, hermosa criatura, heme aquí a vuestros pies. Pedid mi sangre… mi alma… todo os lo daré.
–¡No! Todo… menos alejarme un paso de aquí.
–¡Oh! ¡Dios mío, quiere perderse!... Pues bien… juradme al menos permanecer inmóvil bajo vuestro disfraz y no atacar a nadie cualquiera sea que pase por este sitio.
–¡Duro es hacer esa promesa!... Pero, pues lo querés, ¡sea!
–¡Gracias, gracias!... –exclamó ella estrechando la mano del proscrito, en la que este sintió caer una lágrima–. Sed feliz, Manuel Pueyrredón… ¡Adiós!
Y la joven, bajando el velo, se perdió entre las sombras.
El unitario oyó a lo lejos un ruido áspero de cerrojos y dijo:
–Es la puerta de su calabozo… ¡Emilia, Emilia mía!
Y con la mirada y el oído atento interrogaba angustiosamente a la noche y al silencio. Y así pasaron con la lentitud de los siglos dos, cinco, diez minutos; y Pueyrredón, en su mortal inquietud, estaba ya próximo a quebrantar el juramento y a correr tras aquella que se lo había impuesto.
Al fin allá a lo lejos el blanco velo de Clemencia apareció de repente entre las tinieblas de un lóbrego pasadizo. Pueyrredón la vio venir sola y, olvidando su promesa, olvidando su peligro, olvidándolo todo, arrojó una exclamación de dolor y corrió a su encuentro. Pero, al llegar a ella, dos brazos cariñosos rodearon su cuello y unos labios de fuego ahogaron los suyos en un grito de gozo.
–¡Silencio, amado mío! –dijo una voz querida al oído del proscrito–. Un milagro me ha salvado. La virgen del Socorro ha descendido a mi calabozo para librarme. Sí. Yo la he reconocido en su celeste belleza y en la melancólica sonrisa de su labio divino. Este es su sagrado velo… Él nos protegerá… Huyamos.
Y la mujer encubierta arrastró tras de sí al proscrito.
Cuando los fugitivos llegaban a la puerta vieron avanzar un jinete que, haciendo dar botes a su caballo, entró en el portal y, arrojándose en tierra, desenvainó su puñal y, en un silencio feroz, se encaminó al patio de los calabozos.
A su vista, Pueyrredón sintió estremecerse entre las suyas la mano de su compañera y la oyó murmurar con acento de terror:
–¡Almanegra!
Mas luego traspusieron ambos el umbral maldito y respiraron el aura embalsamada de la libertad.
Entre tanto, Almanegra atravesó el patio y, llegando al calabozo de las Tres Cruces, descorrió los pesados cerrojos y buscó a tientas entre las tinieblas.
Un rayo perdido de la luna menguante deslizándose por la estrecha claraboya de la bóveda formaba una mancha lívida en el húmedo pavimento, haciendo más densas las tinieblas de aquella espantosa mazmorra. Sin embargo, el ojo ávido del bandido descubrió una forma blanca.
Fuese hacia ella, extendió su mano sangrienta y, palpando el cuello de la mujer, hundió en él su puñal, gritando con rabia:
–Delatora de nuestros secretos, cómplice de los infames unitarios, muere en lugar del conspirador que amas, pero sabe antes que ni tus huesos se juntarán con los suyos porque tu sepulcro será el fondo de este calabozo.
Y, hablando así, arrojó una espantosa carcajada.
Al sentirse herida de muerte, la desventurada llevó las manos a su cuello dividido y, conteniendo la sangre que se escapaba a torrentes de la herida:
–¡Dios mío! –murmuró–, ¡mi sacrificio está consumado; cumplida esta misión que me impuse en este mundo! Haced ahora, Señor, que mi sangre lave esa otra sangre que clama a vos desde la tierra.
Al acento de aquella voz, Almanegra sintió romperse su corazón y los cabellos se erizaban sobre su cabeza. Alzose rápido y, levantando a su víctima, corrió a la claraboya y miró al rayo de la luna su rostro ensangrentado.
–¡Clemencia! –gritó el asesino con horrible alarido.
–¡Padre!... ¡pobre padre!... eleva al cielo tus miradas y búscala allí –balbuceó la dulce voz de la joven al exhalar el último aliento.
El bandido cayó desplomado en tierra, arrastrando entre sus brazos el cadáver de su hija degollada…
Pero la sangre de la virgen halló gracia delante de Dios y, como un bautismo de redención, hizo descender sobre aquel hombre un rayo de luz divina que lo regeneró.


Cómo citar este texto:
 Gorriti, Juana Manuela. Narraciones. Buenos Aires: Estrada, 1946, pp. 99-118.

"Echeverría y el lugar de la ficción", de Ricardo Piglia

Por Ricardo Piglia


Una historia de la violencia argentina a través de la ficción. ¿Qué historia es ésa? La reconstrucción de una trama donde se pueden descifrar o imaginar los rastros que dejan en la literatura las relaciones de poder, las formas de la violencia. Marcas en el cuerpo y en el lenguaje, antes que nada, que permiten reconstruir la figura del país que alucinan los escritores. Esa historia debe leerse a contraluz de la historia "verdadera" y como su pesadilla.

El origen. Se podría decir que la historia de la narrativa argentina empieza dos veces: en El matadero y en la primera página del Facundo. Doble origen, digamos, doble comienzo para una misma historia. De hecho los dos textos narran lo mismo y nuestra literatura se abre con una escena básica, una escena de violencia contada dos veces. La anécdota con la que Sarmiento empieza el Facundo y el relato de Echeverría son dos versiones (una triunfal, otra paranoica) de una confrontación que ha sido narrada de distinto modo a lo largo de nuestra literatura por lo menos hasta Borges. Porque en ese enfrentamiento se anudan significaciones diferentes que se centran, por supuesto, en la fórmula central acuñada por Sarmiento de la lucha entre la civilización y la barbarie.

La primera página del Facundo. Sarmiento inicia el libro con una escena que condensa y sintetiza lo que gran parte de la literatura argentina no ha hecho más que desplegar, releer, volver a contar. ¿En qué consiste esa situación inicial? “A fines de 1840 salía yo de mi patria, desterrado por lástima, estropeado, lleno de cardenales, puntazos y golpes recibidos el día anterior en una de esas bacanales de soldadescas y mazorqueros. Al pasar por los baños de zonda, bajo las Armas de la Patria, escribí con carbón estas palabras: On ne tue point les idees. El gobierno a quien se comunicó el hecho, mandó una comisión encargada de descifrar el jeroglífico, que se decía contener desahogos innobles, insultos y amenazas. Oída la traducción. Y bien, dijeron ¿qué significa esto?”. Anécdota a la vez cómica y patética, un hombre que se exilia y huye, escribe en francés una consigna política. Se podría decir que abandona su lengua materna del mismo modo que abandona su patria. Ese hombre con el cuerpo marcado por la violencia deja también su marca: escribe para no ser entendido. La oposición entre civilización y barbarie se cristaliza entre quienes pueden y quienes no pueden leer esa frase escrita en otro idioma: el contenido político de la frase esta en el uso del francés. El relato de Sarmiento es la historia de una confrontación y de un triunfo: los bárbaros son incapaces de descifrar esas palabras y se ven obligados a llamar a un traductor. Por otro lado esa frase (que es una cita de Diderot, dicho sea de paso) se ha convertido en la más famosa de Sarmiento, traducida libremente por él y nacionalizada como: "Bárbaros, las ideas no se matan".

El lenguaje y el cuerpo. La historia que cuenta El matadero es como la contracara atroz del mismo tema. O si ustedes quieren: El matadero narra la misma confrontación pero de un modo paranoico y alucinante. En lugar de huir y de exiliarse, el unitario se acerca a los suburbios, se interna en territorio enemigo. La violencia de la que Sarmiento se zafa está ahora puesta en primer plano. Si en el relato que inicia el Facundo todo el poder está puesto en el uso simbólico del lenguaje extranjero y la violencia sobre los cuerpos es lo que ha quedado atrás, en el cuento de Echeverría todo está centrado en el cuerpo y el lenguaje (marcado por la violencia) acompaña y representa los acontecimientos. Por un lado un lenguaje "alto", engolado, casi ilegible: en la zona del unitario el castellano parece una lengua extranjera y estamos siempre tentados de traducirla. Y por otro lado una lengua "baja", popular, llena de matices y de flexiones orales. La escisión de los mundos enfrentados toca también al lenguaje. El registro de la lengua popular, que está manejado por el narrador como una prueba más de la bajeza y la animalidad de los "bárbaros", es un acontecimiento histórico y es lo que se ha mantenido vivo en El matadero.

La verdad de la ficción. Hay una diferencia clave, diría, entre El matadero y el comienzo del Facundo. En Sarmiento se trata de un relato verdadero, de un texto que toma la forma de una autobiografía; en el caso de El matadero se trata de una pura ficción. Y justamente porque era una ficción pudo hacer entrar el mundo de los "bárbaros" y darles un lugar y hacerlos hablar. La ficción como tal en la Argentina nace, habría que decir, en el intento de representar el mundo del enemigo, del distinto, del otro (se llame bárbaro, gaucho, indio o inmigrante). Esa representación supone y exige la ficción. Para narrar a su grupo y a su clase desde adentro, para narrar el mundo de la civilización, el gran género narrativo del siglo XIX en la literatura argentina (el género narrativo por excelencia, habría que decir: que nace, por lo demás, con Sarmiento) es la autobiografía. La clase se cuenta a sí misma bajo la forma de la autobiografía y cuenta al otro con la ficción. Todo lo que hay de imaginación literaria en el Facundo viene de ese intento de hacer entrar el mundo de Facundo Quiroga y de los bárbaros. Sarmiento hace ficción pero la encubre y la disfraza en el discurso verdadero de la autobiografía o del relato histórico. Por eso su libro puede ser leído como una novela donde lo novelesco está disimulado, escondido, presente pero enmascarado.

Un texto inédito. En El matadero está el origen de la prosa de ficción en la Argentina. Pero ese origen, podría decirse, es oscuro, desviado, casi clandestino. Escrito en 1838 el relato permaneció inédito hasta 1871 cuando Juan María Gutiérrez lo rescató entre los papeles póstumos de Echeverría (que había muerto en Montevideo, exiliado y en la miseria, en 1851). ¿Por qué no lo publicó Echeverría? Basta releerlo hoy para darse cuenta de que es muy superior a todo lo que Echeverría publicó en su vida (y superior a lo de todos sus contemporáneos, salvo Sarmiento). Habría que decir que Echeverría no lo publicó justamente porque era una ficción y la ficción no tenía lugar en la literatura argentina tal como la concebían Echeverría y Sarmiento. “Las mentiras de la imaginación” de las que habla Sarmiento deben ser dejadas a un lado para que la prosa logre toda su eficacia y la ficción aparecía como antagónica con un uso político de la literatura.

Una opción. El Facundo empieza donde termina El matadero. Entre la cita en francés de Diderot de Sarmiento y la representación del lenguaje popular en El matadero, en la mezcla de lo que allí aparece escindido, en la relación y el antagonismo se define una larga tradición de la literatura argentina. Pero a la vez la importancia de esos dos relatos reside en que entre los dos plantean una opción fundamental frente a la violencia política y el poder: el exilio (con que se abre el Facundo) o la muerte (con la que se cierra El matadero). Esa opción fundante volvió a repetirse muchas veces en nuestra historia y se repitió, en nuestros días. Y en ese sentido podría decirse que la literatura tiene siempre una marca utópica, cifra el porvenir y actualiza constantemente los puntos clave de la política y de la cultura argentina.

Piglia, Ricardo. "Echeverría y el lugar de la ficción" en La Argentina en pedazos. Buenos Aires: Ediciones de la Urraca, 1993.