La hija del mazorquero
(Leyenda histórica)
Juana Manuela
Gorriti
I
Roque Almanegra
era el terror de Buenos Aires. Verdugo por excelencia entre una asociación de
verdugos llamada Mazorca y consagrado en cuerpo y alma al tremendo fundador de
aquella terrible hermandad; contaba las horas por el número de sus crímenes y
su brazo, perpetuamente armado del puñal, jamás se bajaba sino para herir. Su
huella era un reguero de sangre y había huido de él hacía tanto tiempo la
piedad, que su corazón no conservaba de esta ningún recuerdo, y los gemidos del
huérfano, de la esposa y de la madre, lo encontraban tan insensible como la
fría hoja de acero que hundía en el pecho de sus víctimas. Cada semejanza con
la humanidad había desaparecido de la fisonomía de aquel hombre y su lenguaje,
expresión fiel del nombre que sus delitos le habían dado, era una mezcla de
ferocidad y de blasfemia que hacía palidecer de espanto a todos aquellos que
tenían la desgracia de acercársele.
Sin embargo, entre
aquel horrible vocabulario de crueldades y de impiedad, como una flor nacida en
el cieno, había una palabra de bendición que Roque pronunciaba siempre.
–Clemencia –decía
aquel hombre de sangre cuando, fatigado con los crímenes de la noche, entraba a
su casa al amanecer.
Y a este nombre,
que sonaba como un sarcasmo en los labios del asesino, una voz tan dulce y
melodiosa que parecía venir de los celestes coros, respondía con ternura:
–¡Padre! –y una
figura de ángel, una joven de dieciséis años, con grandes ojos azules y ceñida
de una aureola de rizos blondos, salía al encuentro del mazorquero y lo
abrazaba con dolorosa efusión. Era su hija.
Roque la amaba
como el tigre ama a sus cachorros, con un amor feroz. Por ella hubiera llevado
el hierro y el fuego a los extremos del mundo; por ella hubiera vertido su
propia sangre; pero no le habría sacrificado ni una sola gota de su venganza,
ni uno solo de sus instintos homicidas.
Clemencia vivía
solo en el maldecido hogar del mazorquero. Su madre había muerto hacía mucho
tiempo víctima de una dolencia desconocida.
Clemencia la vio
languidecer y extinguirse lentamente en una larga agonía, sin que sus tiernos
cuidados pudieran volverla a la vida, ni sus ruegos y lágrimas arrancar de su
corazón el fatal secreto que la llevaba a la tumba. Pero, cuando su madre
murió, cuando la vio desaparecer bajo la negra cubierta del ataúd y que, espantada
del inmenso vacío que se había hecho en torno suyo, fue a arrojarse en los
brazos de su padre, los vio manchados de sangre y la luz de una horrible
revelación alumbró de repente el espíritu de Clemencia. Tendió una mirada al
pasado y trajo a la memoria escenas misteriosas entonces para ella y que ahora
se le presentaban claras, distintas, horribles. Recordó las maldiciones
dirigidas a Roque el Mazorquero, que tantas veces habían herido sus oídos y que
ella, en su amor, en su veneración por su padre, estaba tan distante de pensar
que caían sobre él. Ella, que hasta entonces había vivido en un mundo de amor y
de piedad, hallose un día en otro de crímenes y de horror. La verdad toda
entera se mostró a sus ojos y, comparando con su propio dolor, el dolor que su
madre había devorado en silencio, comprendió por qué había preferido a la vida
la eternidad y al lecho conyugal, la fría almohada del sepulcro. Pero en el
dolor de Clemencia no se mezcló ningún sentimiento de amargura. El alma de
aquella hermosa niña se parecía a su nombre: era toda dulzura y misericordia.
Su fatal descubrimiento en nada disminuyó la ternura que profesaba a su padre.
Al contrario, Clemencia lo amó más, porque lo amó con una compasión profunda; y
viéndolo marchar solo con sus crímenes en un sendero regado con sangre,
llevando el odio bajo sus pies y la venganza sobre su cabeza, lejos de envidiar
el reposo eterno de su madre, Clemencia deseó vivir para acompañar al
desdichado, como un ángel guardián en aquella vía de iniquidad, y, si no le era
posible apartarlo de ella, ofrecer al menos por él a Dios una vida de dolor y
expiación.
Clemencia rechazó
con horror el lujo que la rodeaba, porque en él vio el precio del crimen y,
olvidando que era joven, olvidando que era bella y que en el mundo hay goces
celestes para la juventud y la belleza, ocultó su esbelto talle y sus
deliciosas formas bajo una larga túnica blanca, cubrió sus sedosos rizos de su
espléndida cabellera con un tupido velo, acalló los latidos con que su corazón
le pedía amor y se consagró toda entera al alivio de los desgraciados.
Sobreponiéndose al profundo horror de su alma, hojeó esas sangrientas listas en
que su padre consignaba el nombre de sus víctimas y, guiada por estos fúnebres
datos, corría a buscar para dotarlos a los huérfanos y viudas que el puñal de
aquel había dejado sin amparo en el mundo. Empleó para socorrerlos los talentos
adquiridos en la esmerada educación que había recibido de su madre: dio
lecciones de música y de pintura y consagró sus horas a un constante trabajo.
La pobre niña, llena de lúgubres pensamientos y con el corazón destrozado de
dolor, tocaba alegres polcas que sus discípulos danzaban alegres y felices; y
en la pavorosa soledad de sus noches, ella, que había dicho un eterno adiós a
todas las dichas de la vida, se ocupaba en bordar vaporosos ramilletes en el
velo de una desposada o en la transparente y coqueta falda de un vestido de
baile, sin que la desanimaran las ideas dolorosas que esos accesorios de una
felicidad a que ella no podía ya aspirar, despertaban en su alma, y con el
precio de los trabajos tan llenos de emociones, corría a derramar el consuelo y
la paz en el hogar de aquellos a quienes había sacrificado el hacha de su
padre. Como una tierna madre acariciaba e instruía a los niños, velaba a los
enfermos con la ardiente solicitud de una hermana de caridad y auxiliaba a los
moribundos con una elocuencia llena de unción y piedad.
Enteramente
olvidada de sí misma, Clemencia parecía vivir solo en la vida de los otros. Y
sin embargo el mundo le sonreía a lo lejos, le abría los brazos y le mostraba
sus goces. Frecuentemente, en sus piadosas correrías, Clemencia oía tras de sí
voces apasionadas que exclamaban:
–¡Cuán bella es!
¡Dichoso, mil veces dichoso aquel que merezca una mirada de esos ojos!
Pero aquellas
palabras de galantería y amor, en medio del sepulcral silencio de la ciudad
desolada, escandalizaban los oídos de Clemencia como cantos profanos entre las
tumbas de un cementerio y, ocultando el rostro entre los pliegues de su velo,
se apartaba con el corazón oprimido de tristeza y disgusto.
II
Un día al
anochecer, Clemencia vio entrar en su casa y dirigirse al cuarto de su padre a
algunos hombres de fisonomía patibularia, envueltos en largos ponchos bajo
cuyos pliegues se veían brillar los mangos de sus puñales. Clemencia previo
algo funesto en la presencia de aquellos hombres y, después de haber vacilado
algunos instantes, corrió a aplicar el oído a la cerradura de una puerta que se
abría sobre la habitación de su padre.
Roque, de pie cerca
de una mesa, tenía en la mano algunos papeles y hablaba en voz alta a su
auditorio.
–Sí, amigos míos
–decía–, ¡guerra a muerte a los unitarios!, ¡guerra a muerte a esos malvados!
¿Vosotros creéis hacer mucho? Pues sabed que os engañáis. Leed, si no, la lista
de nuestras ejecuciones de este mes y cotejadla con las delaciones que hemos
recibido hoy solamente. Leed y veréis que aún queda una inmensa obra del
cuchillo de la Mazorca, cuando comparéis el número de los que han caído con el
de aquellos que caerán… ¡que caerán sí, aunque se escondan bajo el mando de
María!
–¡Reina del cielo!
–murmuró Clemencia juntando las manos con angustia y volviéndose hacia la
imagen de la Virgen, su única compañera en aquella morada solitaria–. Si esa
blasfemia ha llegado al pie de vuestro divino trono, no la escuchéis, ¡madre
buena!, desechadla con indulgencia y alumbrad con una sonrisa de compasión al
desdichado que camina en las tinieblas.
Al pronunciar
estas últimas palabras, Clemencia volvió a oír la voz de su padre que leía:
–A las nueve de
esta noche un hombre embozado se detendrá al pie del obelisco de la plaza de la
Victoria y dará tres silbidos. Ese hombre es Manuel de Pueyrredón, el
incorregible conspirador unitario, amigo de Lavalle y emigrado de Montevideo.
La señal es dirigida a la hija de un federal que, unida a él secretamente y
convertida en su auxiliar más poderoso, le entrega los secretos de su padre e,
instruida por esa señal del regreso del conspirador, irá a reunírsele para
secundar sin duda el infame plan que lo trae a Buenos Aires. ¿Lo oís,
camaradas? ¡Y aún están nuestros puñales en el cinto! –exclamó Roque con una
ira feroz.
–¡Muera Manuel de
Pueyrredón! –gritaron los asesinos desenvainando sus largos puñales.
Clemencia dirigió
una mirada por la cerradura a la péndula que estaba enfrente de su padre y se
estremeció.
La aguja marcaba
las ocho y cincuenta y cinco.
–¡Cinco minutos
para salvar la vida a un hombre! ¡Cinco minutos para preservar a mi padre de un
crimen más! ¡Oh! Díos mío, alarga este corto espacio y presta alas a mis pies.
Y, envolviéndose
en su largo velo blanco, salió de su casa corriendo, no sin volver muchas veces
la cabeza por temor de que los asesinos se le adelantaran, inutilizando el
deseo de salvar al desgraciado que, sin saberlo, se encaminaba a la muerte.
Al llegar al
ángulo que forma la calle de la Victoria con la del Colegio, Clemencia divisó
un bulto negro que, cortando diagonalmente la plaza, se dirigía al obelisco.
–¡Es él! –murmuró
con voz temblorosa y, corriendo en pos suya, alcanzole en el momento que tocaba
ya la verja de hierro.
Muchos paseantes vagaban en
aquel sitio halagados por la brisa de la noche e impedían a Clemencia hablar
con el desconocido.
Entonces, él se
volvió con impetuosidad y, acercándose a Clemencia:
–¡Emilia! ¡Emilia
mía! –exclamó ciñendo apaciblemente el cuerpo de la joven con uno de sus
brazos, sin que ella pudiera impedirlo por temor de llamar sobre ellos la
atención.
Obligada así a
callar, Clemencia, al través de su velo, contempló al desconocido, cuyo rostro
estaba iluminado en aquel momento por los rayos de la luna. Era un hombre joven
y bello como jamás Clemencia había visto otro, ni aun en sus poéticos ensueños
de dieciséis años. Era alto y esbelto. En todos sus movimientos revelábase esa
elegancia fácil, casi descuidada, que solo dan el uso del mundo y un nacimiento
distinguido. La mirada, a la vez profunda y lánguida de sus hermosos ojos,
tenía un poder irresistible de atracción que, aliándose a la mágica armonía de
su voz, hacía de aquel hombre uno de esos seres que, una vez vistos, no pueden
olvidarse jamás y que dejan en nuestra vida una huella imborrable de felicidad
o de dolor.
Y el desconocido,
bajo el poder de su engaño, repetía al oído de Clemencia:
–Emilia, heme
aquí, amada mía, no como un conspirador, a envolverte de nuevo en la ruina de
mis quiméricas esperanzas, sino como esposo apasionado a arrebatarte de los
brazos de tu padre y llevarte en los míos, lejos, muy lejos, al fondo de los
desiertos, a algún paraje desconocido que tu amor convertirá para mí en un
delicioso Edén. Ven, Emilia mía, abandonemos esta patria fatal. Dios la ha
maldecido y nuestros esfuerzos y sacrificios para salvarla son vanos… ¡oh!
–continuó el proscrito con voz ahogada y estrechando aun más a Clemencia contra
su pecho–, lo ves, Emilia: esta idea despedaza mi corazón… Pero aquí estás tú
para calmar sus dolores y llenarlo de alegría… ¿Y nuestro hijo? ¡Qué bello
será! ¡Cuánto habrás sufrido separarte de él en la cruel necesidad de ocultar
su existencia…!
En aquel momento
llegaban a un paraje solitario de la plaza. Clemencia tendió una mirada en
torno suyo y, separándose precipitadamente de los brazos del desconocido, alzó
el velo para hacerle conocer su error.
–¡Cielos! –exclamó
él–, ¡no es Emilia!
–No, señor; pero
si vos os llamáis Manuel de Pueyrredón, huid de este sitio funesto donde cada
segundo es para vos un paso hacia la muerte… ¿No lo veis? –continuó ella con
terror, señalando un grupo negro al otro extremo de la plaza–. Son ellos, son
los puñales sangrientos de la Mazorca que os acechan… Huid en nombre del cielo,
por vuestra esposa, por vuestro hijo. Id con ellos lejos de este antro de
fieras a realizar ese hermoso sueño de dicha que halaga vuestra mente… Huid,
huid –repitió, señalando al proscrito una calle sombría y alejándose ella por
otra.
III
Al entrar en su
casa, Clemencia fue a postrarse a los pies de la Virgen y, ocultando su rostro
bajo el velo de la sagrada imagen, lloró largo tiempo, murmurando entre
sollozos palabras misteriosas: quizá algún dulce y doloroso secreto que ella
había querido ocultarse a sí misma y que solo osaba confiar a aquella que
guarda las llaves del corazón de las vírgenes.
Desde ese día, el
hechicero y melancólico rostro de Clemencia palideció más todavía, revistiéndose
de una tristeza profunda. ¡Quién sabe qué halagüeña visión cruzó por su mente
con las palabras apasionadas de ese hombre! ¡Quién sabe qué sentimiento hizo
nacer su vista en aquel corazón joven y solitario!
Algunas veces, con
la mirada perdida en el vacío, sonría dulcemente; pero luego, como asaltada por
un amargo recuerdo, movía la cabeza en ademán de dolorosa resignación,
murmurando en voz baja:
“Hija de la
desgracia, heredera del castigo celeste, víctima expiatoria, piensa en tu voto;
acuérdate que tu reino no es de este mundo”.
Y, sumida de nuevo
en su mortal tristeza, consagrábase con mayor ardor a la misión de piedad que
se había impuesto.
–Clemencia –dijo a
su hija un día el mazorquero–, ¿por qué te hallo cada vez más triste y meditabunda?,
¿quién se atreve a causarte pesadumbre? Nómbralo, por vida mía y muy luego
podrás añadir: ¡Desdichado de él!
–¡Nadie!, ¡padre…
nadie! –respondió esta estremeciéndose y levantó instintivamente la mano al
corazón, como si hubiese temido que su padre leyera allí algún secreto.
–No…, tú me
engañas… Hace tiempo que advierto lágrimas hasta en tu voz cuando vienes a
abrazarme.
–Padre… –replicó
la joven, interrumpiéndolo y fijando en los sangrientos ojos del asesino los
suyos azules y piadosos–, ¿no lo adivinas? Cuando, después de una noche de
vigilia y ansiedad te veo llegar al fin y salgo a abrazarte, pienso con
profundo dolor que los hijos de esos desdichados que diariamente siega el hacha
de tu bando no podrán gozar ya de esa felicidad que Dios me concede a mí
todavía. ¡Oh, padre!, ¿no es este un gran motivo de tristeza y de lágrimas? ¿En
medio de esas sangrientas escenas no has llevado alguna vez la mano al corazón
y te has preguntado qué harías tú mismo si vieras una mano armada de puñal
bajarse sobre tu hija y degollarla…?
–¡Calla…!, ¡calla,
Clemencia…! –gritó el bandido–; ¿qué haría? El infierno mismo no tiene una
rabia semejante a la que entonces movería el brazo de Roque para vengarte…
¡Pero tú estás loca, niña! ¿No sabes que los salvajes unitarios no tienen
corazón como nosotros, que amamos y aborrecemos con igual violencia…?
–¡Padre, tú sabes
que eso no es cierto! ¿Qué dicen, pues, los gritos desgarradores de las madres,
los gemidos de esas esposas y el triste llanto de esos huérfanos que a todas
horas oigo elevarse al cielo contra nosotros? ¿No te dicen que las fibras rotas
por tu puñal en el fondo de sus almas son tan sensibles como las nuestras?
–¡Calla!
–repitió–, ¡calla, Clemencia! Tienes una voz tan insinuante y persuasiva que me
lo harías creer; y entonces ¿qué pensaría el general Rosas de su servidor?
¡Cómo se burlarían Salomón y Cuitiño de su compañero! No… ¡vete!, no quiero
escucharte, hoy sobre todo que Manuel de Pueyrredón, ese bandido unitario a
quien he jurado degollar, vaga entre nosotros invisiblemente y como protegido
por un poder sobrenatural. ¡Oh! Pero en vano me inquieto… ¿qué locura! Este
corazón está lleno de odio y ya no cabría en él la piedad… Escucha si no esta
historia:
“Hace algunos
meses entré a oír misa a la iglesia del Socorro…
–¡Padre! ¡Osasteis
entrar en el templo de Dios con las manos manchadas!
–¿De sangre? Sí,
por cierto, ¿por qué no, si es sangre de unitarios, esos enemigos de Dios?
Entré, como decía, en la iglesia del Socorro. Apenas había comenzado la misa,
un hombre a cuyo lado me había arrodillado volviose de repente y, habiéndome
contemplado un segundo para reconocerme, paseó sobre mí una mirada de desprecio
y, apartándose con insolente repugnancia, fue a colocarse muy lejos de aquel
sitio. Aquella acción me denunció un unitario. El miserable había reconocido a
Roque, pero ignoraba lo que era la venganza de Roque.
Mis ojos no se
apartaron de él durante la misa y, al salir de la iglesia, lo vi entrar al
frente de una casa pequeña, casi arruinada.
En la noche de ese día, mientras
aquel hombre, olvidado del agravio que me había hecho y con dos niños en los
brazos, estaba tranquilamente al lado de su mujer, ocupada en bordar el ajuar
para el tercer hijo que iba a nacer, yo guié a su casa la Mazorca y, entre los brazos
de su esposa y de sus hijos, hundí mil veces mi puñal en su corazón, salpicando
los pañales del que aún no había visto la luz.
–¡Clemencia!
¡Clemencia!, ¿qué tienes?
Es asesino alargó
el brazo para sostener a su hija que, vacilante y trémula, lo rechazó con mal
disimulado horror.
–Por algún tiempo
–continuó él–, creí que sería eso que llaman remordimiento el recuerdo
imborrable que aquella escena de sangre, de gritos y de lágrimas dejó en mi
imaginación; pero, ¡ah!, era solo el contento de una venganza satisfecha. El
día en que Roque reconociera la compasión o el remordimiento, la hoja de esta
arma se empañaría y… mira cómo resplandece… –dijo el bandido, haciendo brillar
su ancho puñal a los ojos de su hija.
Y, ocultándolo
enseguida entre la faja de su chiripá, se alejó, sin duda para volver a su
horrible tarea.
Clemencia se
sintió anonadada bajo el peso de las espantosas palabras que había escuchado.
Débil, quebrantada, exánime, fue a caer a los pies de su divina protectora,
elevando hacia ella las manos en angustiosa plegaria.
A medida que
oraba, las esperanzas y la fe descendían a su corazón y, cuando se levantó, su
frente volvió a iluminarse con la serenidad de la resignación.
–Nunca es tarde
para tu infinita misericordia, Dios mío –dijo ella, alzando al cielo su
mirada–. La hora del arrepentimiento no ha llegado todavía; pero ella sonará.
En seguida visitó
el tesoro que guardaba para los desgraciados; tomó consigo una cesta de
provisiones y un bolsillo de oro y, a favor de las sombras de la noche, fue a
buscar aquella casa de que había hablado su padre.
Reconoció en la
huella del hacha de los bandidos que, rompiendo el postigo, la habían dejado
abierta. Clemencia iba a pasar el umbral de una habitación desnuda y miserable
cuando, oyendo una voz que hablaba adentro, se detuvo y contempló el cuadro que
se ofrecía a su vista.
En un rincón del
cuarto, sobre un lecho pobre y desabrigado, yacía una mujer joven, pero pálida
y enflaquecida, con un recién nacido entre sus brazos. Más lejos, un niño de
seis años y otro de cuatro estaban sentados bajo las mantas de una camita
suspendida en forma de cuna por cuatro cuerdas reunidas y pendientes de una
viga del techo.
La luz opaca de
una vela que ardía en el suelo daba a aquella morada un aspecto lúgubre que,
unido al recuerdo de la espantosa escena ocurrida allí, despedazó de dolor el
alma de Clemencia.
–Mamá –decía con
voz lamentable el menor de los niños–, tengo hambre. ¿Qué has hecho del pan que
comimos ayer?
La madre exhaló un
profundo gemido al mismo tiempo que el otro niño respondió con acento grave y
resignado:
–Lo comimos,
Enrique. Lo comimos, y mamá no tiene dinero para comprar otro, porque está
enferma y no puede trabaja. No la atormentes y durmamos como el pobre angelito
que ayer cayó del cielo entre nosotros.
–¡Ay!, ¡él tiene
el pecho de mi mamá y yo tengo hambre… tengo hambre! –replicaba Enrique
llorando.
–¡Dios mío!
–exclamó la madre entre sollozos–, si en la sabiduría de tus designios quisiste
que el hacha homicida abatiera el árbol más robusto, yo adoro tu voluntad y me
resigno; pero ten piedad de estas tiernas flores que comienzan a abrirse a los
rayos de tu sol. ¡Señor!, tú que alimentas las avecillas del aire, los gusanos
de la tierra y que oyes llorar de hambre a mis hijos, ¿no enviarás en su
socorro uno de los millares de ángeles que habitan tu cielo…? ¡Ah, helo aquí!
–murmuró viendo a Clemencia que, arrodillada ante la cama de los niños, les
presentaba las provisiones que había traído.
La madre juntó las
manos y contempló con religiosa admiración a aquella bellísima joven, cuyo
blanco velo plegado como una aureola en torno a su frente parecía iluminar las
tinieblas que la rodeaban y que, inclinada sobre sus hijos como el genio de la
misericordia, los cubría con una mirada de ternura y dolor. La pobre mujer la
creía un ángel descendido a su ruego e, inmóvil, temía que un ademán, que un
soplo, desvanecieran la divina visión, restituyéndola a la horrible realidad. Y
cuando Clemencia se acercó a su lecho, la sencilla hija del pueblo alargó
ansiosamente la mano para tocar las suyas y convencerse de que no era una
aparición sobrehumana.
–¡Oh, tú, que has
venido a derramar el consuelo esta morada de dolor! –exclamó abrazando las
rodillas de la joven–, ¿quién eres, criatura angelical?
–Soy un ser
desventurado como vosotros y vengo a buscar a mis compañeros de dolor. Vengo a
deciros: Madre cristiana, confiad en aquel que enjuga toda lágrima y acalla
todo gemido. Él vela sobre todo lo alto de su cielo y puede hacer de la más
débil criatura un instrumento de su misericordia. ¿Habéis quedado sola y
desamparada? Yo estaré cerca de vos y seréis mi hermana querida. ¿Vuestros
hijos necesitan un protector? Yo lo seré. ¿Os halláis falta de todo? He aquí
oro para que lo procuréis.
–¡Ah, sois una
santa!... –dijo la viuda, inclinándose devotamente–, bendecid a mi hijo y dadle
un nombre, porque todavía no está bautizado.
Y puso al recién
nacido en los brazos de Clemencia.
–Llamadle Manuel
–dijo ella en voz baja, y al pronunciar este nombre la pálida frente de la
virgen se ruborizó y sus ojos brillaron con extraño fulgor.
–Manuel –continuó
besando al niño con timidez–, yo seré para ti una nodriza solícita y
apasionada. Tu madre no tendrá celos, pues para ella serán todas tus caricias;
para mí, solo la dicha de poder decir cada día: ¡Manuel, yo te amo!
–¡Ay de mí!
–exclamó la pobre madre, cubriendo sus ojos con la mano de Clemencia y
sollozando profundamente–. Bien pronto lo seréis todo para él. Mi esposo me
llama desde la eternidad. El puñal del asesino no ha podido romper el lazo que
unía nuestras almas, y la mía se va, aunque a pesar suyo y gimiendo amargamente
por estas otras almas que se quedan penando en la tierra.
Y la infeliz
señalaba a los niños con ademán desesperado.
Clemencia la
escuchaba con terror. La hija del asesino pensó estremecida de espanto en los
crímenes de su padre, cuya imagen nunca se le había presentado tan horrible.
Pero, sobreponiéndose a las lúgubres ideas que la abrumaban, llamó a la madre al
cumplimiento de su deber en la tierra y a la cristiana resignación en la
voluntad del cielo.
–Madre mía –dijo
el mayor de los niños cuando quedaron solos–, ¿cuál de los ángeles del Señor es
este que ha venido a visitarnos? ¡Qué hermosos son sus largos cabellos rizados
como los de Nuestra Señora del Socorro!
–Y sus ojos, mamá
–replicó el más pequeño–, sus ojos azules como el cielo y sus pestañas, ¿no es
cierto que se parecen a los rayos de esa estrella que nos está mirando por la
ventana?
–Sí, hijos míos –dijo
la viuda sonriendo tristemente a los niños–, es un bello ángel que Dios tiene
en la tierra para consolar a los infelices.
–¡Ah, es un ángel
de la tierra; por eso está tan triste! Yo la he visto llorar cuando arreglaba
nuestra cama.
–¿Cuál es el nombre
de ese ángel, madre mía?
–Cualquiera que
sea, bendigámoslo, hijos míos, y pidamos a Dios que enjugue sus lágrimas como
ha enjugado las nuestras –dijo la viuda, haciendo arrodillar a los niños para
la oración de la noche.
V
Clemencia, entre
tanto, se alejaba con lentos y vacilantes pasos. La expresión de su semblante
revelaba un profundo desconsuelo. Pensaba en la omnipotencia del mal y en la
omnipotencia del bien. Un solo golpe de puñal había bastado a su padre para
abrir el insondable abismo de infortunio que acababa de contemplar, y ella, con
toda una vida de sacrificios y abnegación, ¿qué había alcanzado? Aliviar el
hambre y la desnudez; curar dolores materiales: para los del alma nada había
hallado sino lágrimas. Y a esta idea Clemencia se sintió abrumada por un
inmenso desaliento. Pero como siempre que temía que su fe vacilara, la virgen
elevó su pensamiento a Dios, pidiéndole algún grande sacrificio que le revelase
el secreto de hacer descender la felicidad donde reinaba el dolor.
Un nombre
pronunciado muchas veces con acento feroz despertó bruscamente a Clemencia de
su triste meditación. Miró en torno suyo y se encontró entre un grupo de
hombres cuyo aspecto siniestro llamó su atención. Embozándose en largos ponchos
y, armados todos de puñales, guardaban cuidadosamente una puerta. La hija del
mazorquero los reconoció. Aquellos hombres eran los compañeros de su padre;
aquella casa era la Intendencia, el sitio consagrado a las ejecuciones
secretas, el in pace donde los unitarios entraban para no salir jamás y
en cuyas bóvedas el dedo del terror había grabado para ellos la lúgubre
impresión del Dante.
Mientras
Clemencia, trémula y palpitante de ansiedad, procuraba, oculta detrás de una
columna, escuchar lo que hablaban aquellos hombres, un jinete montado en un
caballo negro y cuya espada de largos tiros chocaba ruidosamente contra el
encuentro de la lanza que empuñaba, detuvo con una sofrenada y una maldición la
fogosa carrera de su corcel y, acercándose al grupo que custodiaba la puerta:
–Teniente Corbalán
–gritó con voz ronca y débil–, toma veinte hombres y ronda el Bajo, mientras yo
hago una batida en Barracas. ¡Por las garras del diablo! Consiento en dejar de
ser quien soy si el sol de mañana no encuentra la cabeza de Manuel de Peyrredón
clavada en esta lanza.
Y, hundiendo las
espuelas en los flancos de su caballo, se alejó como un sombrío torbellino.
Clemencia, pálida
y helada de espanto, cayó sobre sus rodillas. El hombre que acababa de hacer
ese horrible juramento era su padre.
–Corbalán –dijo
uno de aquellos bandidos–, llévame contigo… Quiero matar hombres y no guardar
mujeres.
–Si Almanegra te
hubiera entregado la que está en el calabozo de las Tres Cruces, no te habría
pesado guardarla para ti –dijo riendo atrozmente otro de ellos.
–¡Ah, viejo tigre;
sorprender a la hermosa que esperaba a su galán, atarla como un cordero al
arzón de la silla, traerla bajo el poncho a la Intendencia, encerrarla en el
calabozo de las Tres Cruces, donde hay más de cincuenta sepulturas…! ¿Qué
pensará hacer de ella?
–¡Poca cosa!
Matarla en lugar de su marido y matarla con él si logra atraparlo.
Clemencia no
escuchó más. Alzose fuerte y resuelta; acercose acon entereza al jefe de los
bandidos y, dando a sus ojos la negra mirada de su padre, levantó el velo y le
dijo con voz imperiosa:
–Teniente
Corbalán, ¿me conocéis?
–¡La hija del
comandante! –exclamó el mazorquero, descubriéndose.
Los bandidos se
apartaron respetuosamente y la joven, sin dignarse añadir palabra, pasó el
umbral y se internó en las sombras del fatídico edificio.
En la obscuridad
del lóbrego portal que daba entrada al patio de los calabozos, Clemencia divisó
un hombre de pie, inmóvil y apoyado en una alabarda. Vestía el uniforme de
gendarme y ella le creyó un centinela; pero al acercarse a él se estremeció.
La joven no tuvo
para reconocerlo necesidad de ver su rostro que cubría la ancha manga de una
gorra de cuartel.
–¡Desventurado!
–murmuró Clemencia al oído de aquel hombre y estrechando su brazo con terror–.
¿Qué hacéis aquí? ¿No habéis oído?
–Sí –respondió él
cerrándole el paso–. Soy aquel que los asesinos buscan con feroz afán. Sus
puñales están sobre mi cabeza, pero yo he venido a salvar a mi amada o a
perecer con ella. Mirad –continuó hiriendo con el pie un objeto sin forma que
yacía en la tierra–, he matado a un centinela y, armado con sus despojos, velo
aqueó para tender a mis pies al primero que atraviese el dintel de esa puerta.
–¡Manuel
Pueyrredón! –dijo Clemencia descubriendo su bello rostro y posando en los ojos
del proscrito una mirada inefable–, ¿os acordáis?
–¡Ella…! –exclamó
el unitario–, ¡el ángel que me salvó!...
–¿Tenéis confianza
en mí? ¿Me abandonaréis el cuidado de salvar a aquella que buscabáis?
–¡Ah! –respondió
él con un trasnporte que Clemencia reprimió asustada–, por esas solas palabras,
hermosa criatura, heme aquí a vuestros pies. Pedid mi sangre… mi alma… todo os
lo daré.
–¡No! Todo… menos
alejarme un paso de aquí.
–¡Oh! ¡Dios mío,
quiere perderse!... Pues bien… juradme al menos permanecer inmóvil bajo vuestro
disfraz y no atacar a nadie cualquiera sea que pase por este sitio.
–¡Duro es hacer
esa promesa!... Pero, pues lo querés, ¡sea!
–¡Gracias,
gracias!... –exclamó ella estrechando la mano del proscrito, en la que este
sintió caer una lágrima–. Sed feliz, Manuel Pueyrredón… ¡Adiós!
Y la joven,
bajando el velo, se perdió entre las sombras.
El unitario oyó a
lo lejos un ruido áspero de cerrojos y dijo:
–Es la puerta de
su calabozo… ¡Emilia, Emilia mía!
Y con la mirada y
el oído atento interrogaba angustiosamente a la noche y al silencio. Y así
pasaron con la lentitud de los siglos dos, cinco, diez minutos; y Pueyrredón,
en su mortal inquietud, estaba ya próximo a quebrantar el juramento y a correr
tras aquella que se lo había impuesto.
Al fin allá a lo
lejos el blanco velo de Clemencia apareció de repente entre las tinieblas de un
lóbrego pasadizo. Pueyrredón la vio venir sola y, olvidando su promesa,
olvidando su peligro, olvidándolo todo, arrojó una exclamación de dolor y
corrió a su encuentro. Pero, al llegar a ella, dos brazos cariñosos rodearon su
cuello y unos labios de fuego ahogaron los suyos en un grito de gozo.
–¡Silencio, amado
mío! –dijo una voz querida al oído del proscrito–. Un milagro me ha salvado. La
virgen del Socorro ha descendido a mi calabozo para librarme. Sí. Yo la he
reconocido en su celeste belleza y en la melancólica sonrisa de su labio
divino. Este es su sagrado velo… Él nos protegerá… Huyamos.
Y la mujer
encubierta arrastró tras de sí al proscrito.
Cuando los
fugitivos llegaban a la puerta vieron avanzar un jinete que, haciendo dar botes
a su caballo, entró en el portal y, arrojándose en tierra, desenvainó su puñal
y, en un silencio feroz, se encaminó al patio de los calabozos.
A su vista,
Pueyrredón sintió estremecerse entre las suyas la mano de su compañera y la oyó
murmurar con acento de terror:
–¡Almanegra!
Mas luego
traspusieron ambos el umbral maldito y respiraron el aura embalsamada de la
libertad.
Entre tanto,
Almanegra atravesó el patio y, llegando al calabozo de las Tres Cruces,
descorrió los pesados cerrojos y buscó a tientas entre las tinieblas.
Un rayo perdido de
la luna menguante deslizándose por la estrecha claraboya de la bóveda formaba
una mancha lívida en el húmedo pavimento, haciendo más densas las tinieblas de
aquella espantosa mazmorra. Sin embargo, el ojo ávido del bandido descubrió una
forma blanca.
Fuese hacia ella,
extendió su mano sangrienta y, palpando el cuello de la mujer, hundió en él su
puñal, gritando con rabia:
–Delatora de
nuestros secretos, cómplice de los infames unitarios, muere en lugar del
conspirador que amas, pero sabe antes que ni tus huesos se juntarán con los
suyos porque tu sepulcro será el fondo de este calabozo.
Y, hablando así,
arrojó una espantosa carcajada.
Al sentirse herida
de muerte, la desventurada llevó las manos a su cuello dividido y, conteniendo
la sangre que se escapaba a torrentes de la herida:
–¡Dios mío!
–murmuró–, ¡mi sacrificio está consumado; cumplida esta misión que me impuse en
este mundo! Haced ahora, Señor, que mi sangre lave esa otra sangre que clama a
vos desde la tierra.
Al acento de
aquella voz, Almanegra sintió romperse su corazón y los cabellos se erizaban
sobre su cabeza. Alzose rápido y, levantando a su víctima, corrió a la
claraboya y miró al rayo de la luna su rostro ensangrentado.
–¡Clemencia!
–gritó el asesino con horrible alarido.
–¡Padre!... ¡pobre
padre!... eleva al cielo tus miradas y búscala allí –balbuceó la dulce voz de
la joven al exhalar el último aliento.
El bandido cayó
desplomado en tierra, arrastrando entre sus brazos el cadáver de su hija
degollada…
Pero la sangre de
la virgen halló gracia delante de Dios y, como un bautismo de redención, hizo
descender sobre aquel hombre un rayo de luz divina que lo regeneró.
Cómo citar este texto:
Gorriti, Juana Manuela. Narraciones. Buenos Aires:
Estrada, 1946, pp. 99-118.